Frequently, we experience a spiritual awakening during retreats or religious gatherings, leaving with hearts ablaze, eager to share the Gospel with the world. However, as time passes, our initial zeal diminishes, and gradually, our passion fades until we forget the fervor that once drove us. This often occurs because we overlook a crucial step: genuinely living out the Gospel in our lives. In today's Gospel passage, Jesus instructs the apostles to spread His teachings to all nations, but he clarifies that they must begin in Jerusalem.

This command is symbolic and applies to us as well. While we're called to share the divine message with everyone, we must start with ourselves, our families, and our immediate surroundings. Adopting this approach makes our mission more achievable. The Kingdom of God requires continual inner growth; only then can we authentically reflect it outwardly. We should consider ourselves as our personal Jerusalem; without fully embracing and living the Gospel, we'll face significant challenges in sharing it with others.

The authenticity of our faith is measured by how our actions align with the Word of God. This integrity forms the foundation for building a bold, genuine ministry of evangelization, spreading from our hearts to all nations.

Before sharing the Gospel, am I living it out in my own life?

Muchas veces experimentamos un renacer espiritual durante un retiro o evento religioso, saliendo de ahí con el corazón ardiendo por compartir el evangelio con el mundo entero. Sin embargo, con el paso del tiempo, ese ardor inicial comienza a menguar, y poco a poco, la pasión se apaga hasta que, eventualmente, olvidamos aquel fervor que una vez nos movilizó. Este fenómeno suele ocurrir porque descuidamos un paso fundamental: el de vivir genuinamente el evangelio en nuestras vidas. En el pasaje del Evangelio que contemplamos hoy, Jesús encarga a los apóstoles evangelizar a todas las naciones, pero con una instrucción precisa: deben comenzar por Jerusalén.

Este mandato es emblemático y se extiende a nosotros. Estamos llamados a ser portadores del mensaje divino a todos los rincones del planeta, pero el punto de partida debe ser nuestro propio ser y, por extensión, nuestro entorno más cercano, nuestra familia. Al abrazar esta secuencia, el cumplimiento de nuestra misión se vuelve más accesible. El reino de Dios requiere de una construcción constante dentro de nosotros mismos; solo así podremos reflejarlo hacia el exterior. Considerémonos nuestro propio Jerusalén; si no abrazamos y vivimos plenamente el evangelio en nuestra vida personal, enfrentaremos grandes desafíos al intentar compartirlo con el mundo.

En última instancia, la autenticidad de nuestra fe se mide por la congruencia entre lo que predicamos y cómo vivimos. Este es el cimiento sobre el cual podemos edificar una práctica evangelizadora valiente, sólida y genuina, extendiéndola desde nuestro corazón hacia todas las naciones.

¿Estoy viviendo el evangelio antes de intentar enseñárselo a otros?

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