Los seres humanos tienen una relación complicada con la muerte.
Por un lado, reconocemos y aceptamos su inevitabilidad. Incluso bromeamos al respecto: “¿Cuáles son las únicas dos certezas en la vida? Muerte e impuestos." Todas las criaturas vivientes morirán. ¿Por qué deberíamos ser diferentes?
Y por otro lado, sentimos que hay en la muerte algo profundamente extraño. Por ejemplo, cuando un ser querido fallece, esto parece todo menos ser natural. Incluso Nuestro Señor lloró por la muerte de Su amigo Lázaro.
Por fe, sabemos que esto se debe a que la muerte no era parte del plan original de Dios, sino más bien la consecuencia del pecado de nuestros padres primogénitos. La muerte es una tragedia porque no somos destinados a morir, ni a estar separados de la amistad de Dios. El corazón asombroso del mensaje del evangelio es que Dios se hizo hombre y murió por nuestros pecados, para conquistar la muerte y restaurarnos a la gracia. Esto apenas parece un intercambio justo, pero muestra cuánto nos ama nuestro Señor. Como dice San Agustín: “De nosotros mismos no teníamos poder para vivir, ni la Palabra de Dios tenía el poder de morir. En consecuencia, realizó un maravilloso intercambio con nosotros: le dimos el poder de morir, Él nos dará el poder de vivir".
Esta Pascua, jubilemos en la Resurrección, la señal concreta de la victoria de Cristo sobre la muerte y que es nuestra salvación: agradezcamos sinceramente a Dios por todo lo que ha hecho por nosotros.
-- Paul Kucharski, Director de Educación Religiosa